martes, 27 de noviembre de 2012

Cartas desde Australia


Carta #1

Hace mucho tiempo que no escribo nada. Quisiera decir que “nada” ha sucedido en los últimos meses, y atribuirle mi falta de inspiración a esa palabra, pero estaría mintiendo pues “nada” solo les pasa a las mujeres cabreadas con el esposo y a los impotentes antes de la faena.

Sería más sincero el decir que han sucedido muchas cosas que por la falta de tiempo y el exceso de licor, se han quedado atrapadas en la mente de este servidor sin encontrar las palabras adecuadas para ser plasmadas en un texto coherente. Y cabe destacar que este no lo es.

Quisiera hablar de todas esas cosas que han sucedido pero no tengo suficientes minutos en la noche, por lo que me limitaré a un par de cuestiones que me han venido dando vueltas en la cabeza últimamente, fruto de las pocas neuronas que el buen licor a indultado en su paso por este, cada vez más, decadente cuerpo. Del alma ni hablar porque si algún día existió, se fue y no a volver.

Seis meses (y contando) llevo en territorio australiano. Quisiera decir que muero por volver pero estaría mintiendo de nuevo. Amo el salario mínimo de 18 dólares (australianos) la hora. Amo la carne de canguro y la seguridad de que el clima no va a cambiar 40 veces el mismo día. Amo la amabilidad de la gente y la honestidad de sus mujeres al decirte que quieren cogerte, o que te vayas al diablo. Y no amigos, a la final no son lo mismo. Odio no poder conseguir comida ecuatoriana, aunque como cocinero que soy, debería poder lograrlo, pero el primer mundo carece de los ingredientes que sobran en el tercer mundo. Odio tener que cruzar las calles en las esquinas y solo cuando el semáforo lo permite. Odio no poder “dejar cuidando el puesto” en una fila.

La costumbre de ver el noticiero con los lentes empañados para filtrar la mierda que ahora llamamos “información”, se perdió. Casi no me entero de los sucesos del país que promociona “el sueño ecuatoriano” pues al momento estoy viviendo “el sueño australiano” que además viene libre de pesadillas, baches y de licor adulterado.
Es extraña esa sensación de sentir que nadie te va a matar para robarte el celular. De que el conductor del taxi no se va a pasar el semáforo en rojo. De que el paso cebra no es solo un par de líneas blancas que los autos se pasan por la raja. Esa extraña sensación de que te pagan lo justo y a tiempo. Esa extraña sensación de no ver (tantos) muertos en la tele ni en la calle. Esa sensación es, por decir lo menos, bastante placentera.

Ha sido muy sencillo, no el olvidar, pero sí el superar el “home sickness” que produce mi localización geográfica actual. Razones, más allá de faltarme, sobran. Y es irónico el mirar que dentro de ellas, las razones, no se encuentra una de las más importantes. Una razón de baja estatura. De esas que te desbaratan la estrategia, te alegran los sueños y te revuelven la lógica. De esas razones con voluntad propia.

Los amigos vienen y se van. Amistades que se miden en trimestres, pero que se despuntan hacia la eternidad (o la muerte del titular). Grande personas se han cruzado por mi corta estancia. Valiosas lecciones me han dejado, acompañadas de chuchaquis épicos. Y yo que pensaba que los ecuatorianos éramos buen trago.

El invierno y la primavera fueron gentiles con los momentos a recordar. El verano con sus 40 grados (centígrados y alcohólicos) vendrán para borrar los recuerdos que ellos inducen. Estamos a mitad del camino y apenas se siente como el inicio. 

Se vienen tiempos difíciles para el hígado. Que monesvol nos ayude.