Recuerdo con bastante dificultad que en mis años de infancia (que aparentemente no han acabado) la colación consistía en una manzana, traída de Ambato, un termo con jugo de tomate de árbol, y un sánduche de mortadela (esa cosa q se parece al jamón, pero que no es, ni sabe ni cuesta lo que el primo pelucón). Eso era básicamente la colación (o lunch para quienes ganan más del sueldo básico).
Mientras recuerdo con nostalgia aquellos días, me doy cuenta de que el “ponqué” que me estoy mandando es con sabor a limón y la leche con sabor a fresa. Un momento. ¿Qué sucedió con el ponqué que sabía a ponqué? ¿Cuándo la vainilla pasó de moda? O peor aún, ¿Qué pasó con la leche que sabía a leche? ¿Cuándo las vacas se volvieron rosadas? ¿Acaso ahora ordeñan a vacas quinceañeras? ¿Por qué no se denuncia el ordeño del ganado menor de edad ante el PAE?
Busco en mi maleta y encuentro una manzana chilena. Después del incidente de las vacas quinceañeras (o mariconas según sea el caso), le doy poca importancia a comerme una fruta que fue tratada con sistemas de riego israelíes, cuidada con fungicidas chinos, transportada en un barco chileno con tecnología gringa a través de mares peruanos, que llega a suelo ecuatoriano, donde los de aduana ganan como si estuvieran en Italia, y mandan la carga en camiones japoneses (“En Ecuador Hino es Mavesa, porque Mavesa es Hino” El clásico comercial que ya nos tiene hartos porque siempre nos corta las mejores jugadas del mundial) para llegar a supermercados judíos donde las comprará luego mi madre de ascendencia inglesa según mi abuela, y venezolana según mi abuelo, para ser ingerida por mi persona en un almacén de una franquicia canadiense que elabora sus prendas en Colombia.
Después de la reflexión acerca de la globalización, de enterarme que Portugal le goleó (por no decir calificativos menos elegantes pero más apropiados) a Corea, y de calmar el ataque de ansiedad, me queda como conclusión una cosa: El no poder ver el mundial, te lleva a pensar huevadas.