Curios que jamás escribí nada relacionado a la
comida, más allá de estandarizar recetas y costear uno que otro menú. Hoy que
me encuentro fuera del territorio patrio, habiendo experimentado una cocina
totalmente ajena a mi cultura, he podido encontrar puntos de contraste y sobre
todo, reflexiones en cuanto a la cultura gastronómica del ecuatoriano.
Este texto no pretende alabar la cocina
nacional. Para eso están los noticieros de farándula, Mariaca y el ministerio
de turismo. Yo les vengo a hablar de algo más real. De algo que más allá de
preocuparme, me entristece. Les hablo del olvido. Y no solo como una
consecuencia de la industrialización como respuesta a la transición urbana,
sino como el, y vale ponerlo en mayúsculas, VALEVERGUISMO de la presente
generación. Sencillamente, no nos importa aprender el proceso para un seco de
chivo. Pensar en lavar el mondongo de una res nos da asco. Inclusive el hecho
de ir al mercado por un buen filete de corvina lo vemos como una odisea. Pero
somos los primeros en gritar la mañana de un domingo “¡Me muero por un ceviche!”
o una fría tarde quiteña “¡Que ganas de unas chugchucaras!”.
¿Para qué aprender algo que puedo pagarlo? Muy
buena pregunta. La respuesta vendrá de poco a poco. Mi generación, es decir los
nacidos hasta los noventas, fuimos una generación con mucha suerte en el ámbito
gastronómico. En el resto de “ámbitos” nos fue como el perro (por no decir como
la verga), pero refiriéndonos al asunto alimenticio nos fue bastante bien.
Somos la última generación que va a comer fanesca en casa de la abuela. Somos
la última generación que tomará colada morada fabricada por toda la familia.
Nosotros aún podemos ir a nuestros abuelos a preguntar la receta de tal o cual
plato y ellos nos la recitarán con la facilidad con la que el cura da misa, el
profesor da cátedra o el presidente da lata. Los que vengan luego de nosotros
(por nuestra culpa) tendrán que buscar estos platos no en casa de sus abuelos
sino en restaurantes o huecas. Punto. Y todos sabemos que como la comida de la
abuela de uno, no hay.
Y hablo de las abuelas porque nuestros abuelos
se dedicaban a trabajar y a beber. Punto. Las abuelas, las mujeres de nuestro
país son las guardianas de las recetas que ahora conforman “la cocina típica”
ecuatoriana. Si a ellas les hubiera dado lo mismo, hoy solo tendríamos la
cultura alcohólica que heredamos de nuestros viejos. Buen trago y punto.
¿Imaginan una cerveza sin ceviche? ¿Una noche de farra sin agachaditos? ¿Un
chuchaqui sin encebollado? ¿Un maito sin chicha? Dificil. Dificil y feo. Como
un café sin tabaco. Como un whisky sin hielo. Como Holmes sin Watson. Como un
polvo sin amor. Se puede y se disfruta, pero para que la experiencia esté
completa, deben ir uno de la mano del otro.
Yo podré cocinar para los hijos y los nietos
que aun no tengo, porque es mi profesión. Pero para un triste abogado, una
silvestre economista, un arquitecto o un ingeniero, estos placeres (que muchas
veces son pesadillas también) solo serán cosas “del pasado”. Yo amo mi cocina,
mi comida típica. No por un patriotismo de esos que más allá de enorgullecer a
un pueblo lo vuelven irremediablemente amargo. La amo porque crecí con ella. Con
sus diferentes sabores. Con sus texturas. Con su infinidad de productos. Con
sus porciones extremadamente exageradas. Con su falta de higiene en la
preparación. Con sus intérpretes que para saber si estaba listo o no, metían la
misma cuchara chupada 10 veces en la olla. Con sus huecas construidas con caña,
o ladrillos robados de la construcción vecina.
La manera en que se cocina está cambiando en
Ecuador. Pueden darle las gracias al Carlos Gallardo por la titánica labor que
realiza con el rescate de los sabores del Ecuador. Yo por mi parte le agradezco
a Esteban Tapia, un gran maestro de la cocina y de la vida. A Pablo Cruz,
profesor y cocinero de primera. A Marco Pierre White, que a través de sus
libros me incentiva a seguir para adelante. A Sarah Mills, la primera cocinera
inglesa que tiene una sonrisa las 24 horas del día. Y al Diablo, que formó gran
parte de mi carácter como cocinero. No es satanás, su nombre es Matt el’Diablo,
y es el Chef de cabeza del lugar donde trabajo desde hace 8 meses. Aunque a
veces sí puede ser realmente el demonio.
Volviendo al tema, no porque un producto sea “made
in Ecuador” debemos consumirlo por patriotismo. Estoy totalmente en contra de
esa estúpida ideología. Debemos consumir un producto porque es bueno, sin
importar de donde venga. Hace poco leía que se debe dejar de juzgar al cine
ecuatoriano como cine ecuatoriano y empezar a juzgarlo como cine. Punto. Lo
mismo va para la cocina nacional. Dejemos de juzgarla dentro del ámbito “comida
típica” y juzguémosla como lo que es: comida. Punto. Trabajemos en ella. Volvámosla
internacional. Dejemos de poner “el Chimborazo” de arroz para acompañar una
triste pierna de pollo. Dejemos la guarnición de pan y papas si el plato ya
tiene fideos o arroz. Llevémosla a recorrer el mundo. Tenemos puntos muy fuertes
dentro de la comida nacional, y mucho camino por delante. Si queremos que un
plato ecuatoriano sea mundial, primero hagámoslo bien. Sino, mejor sigamos
comiendo guatita en un sitio horrendo con probabilidad de contraer una
intoxicación por alimentos. Y recemos porque los turistas quieran probar lo
mismo.
Yo quiero ver restaurantes de cocina ecuatoriana
en otros países, con igual o mejor calidad que los restaurantes de
especialidades de aquellos países que se encuentran en Ecuador. Depende de
nosotros dentro de 10 años seguir encontrando “huecas de comida típica” o
restaurantes de comida ecuatoriana en otros rincones del planeta.
Si un puto “fish n’ chips” puede conquistar países
como Australia, Inglaterra o Estados Unidos, mucha más oportunidad tiene de
triunfar una cazuela manaba de pescado. Garantizado.