“La mejor época es la de colegio”
Eso lo he escuchado tantas veces como piedras
tiene un río. Como el número de granos de arena en la playa de Quito (Sí,
contrario a toda creencia popular, Quito tiene salida al mar y se llama
Tonsupa). Como el número de veces que ponen a la horrorosa (lo digo por su
música, porque ella en sí está excelente) de Fanny Lú a cantar en toda radio
que tenga un nivel decente de audiencia. Diferénciese de “audiencia decente”.
Puede ser que el concepto que la mayoría de
individuos tengan de su vida estudiantil sea muy bueno. Realmente no hay mayor
obligación que la de estudiar. Punto. No hay que ganarse el pan de cada día con
el sudor de la frente. No hay que mantener a un par de guaguas, mujer y perro
poodle incluido. No hay que cumplir un cronograma mensual de actividades que de
no hacerlo, simplemente la empresa se va a quiebra. Nada de eso. Y ni siquiera
estudiar. Con asistir a la benditas (porque fui a un colegio pseudo Opus Dei)
clases, ya se tenía la mitad de la nota ganada. Con seguridad en otros
colegios, no bendecidos por dios, las clases eran malditas (y mucho más
divertidas).
Así que el colegio era fácil. Quien diga lo
contrario, y no puedo suavizar el asunto, es un imbécil. Y justamente ese
imbécil es el que está escribiendo este texto. Vaya usted a saber como acabará.
Sí era fácil, hablando académicamente. Siempre
fui el niño de lentes acostumbrado a los veinte sobre veinte. Acostumbrado al
no muy usual “¿Y por qué diecinueve?” de mi madre. El que no era elegido para
el equipo de fútbol. El que nunca tuvo novia, cuando el resto ya había tenido
dos o tres. Aquel para el que el concepto de “vacilar” era solo un concepto.
Jamás una experiencia. Definitivamente, no fue la mejor época de mi vida.
Aunque no sé que tan buena sea la actual tampoco, pero en todo caso, es más
controlable.
Dicen que uno siempre recuerda el primer amor.
El primer beso. Del amor no les podría hablar porque sinceramente cada una de
las desdichadas mujeres de mi vida ha sido una pionera en su campo y época de
turno. Nunca tuve la oportunidad de besar a la chica que me gustaba, y más bien
tenía que contentarme con ser el elegido. Y alegrarme. Como cachorro en
petshop, pero sin el meneo de cola porque para completar, tampoco sabía bailar.
Así es estimado lector, yo era Peter Parker. Aunque aparte de lanzar una
sustancia blanca de mi humanidad, no comparto ningún otro súper poder con el
hombre araña.
En todo caso, si hablamos del primer amor,
como la primera “man” que me dijo sí a la trillada pregunta “¿Quieres ser mi
novia?” podríamos encontrarnos con una simpática chica de ojos azules, cabello
lacio semi-rubio, de contextura delgada. Al escuchar “Complicated” de Avril
Lavigne la recuerdo, así como recuerdo lo patética que era la relación. Recreo,
besos, adiós. Aunque eso resume cualquier noviazgo adulto en Quito. Y digo
patética por mi actuación como macho alfa de la relación, que de macho solo
tenía el atrevimiento de besarla frente a la profesora de psicología (Sí, me
creía la gran huevada por eso) y de alfa lo que tenía aquel personaje de “The
Little Rascals” ALFA-lfa. Yo estaba en mis caóticos quinces, y ella estaba
ciega. Duramos un mes. Era la relación perfecta.
Lo del primer beso se vuelve borroso en mi
memoria. No por la cantidad abrumadora que haya tenido en mi niñez-pubertad,
sino por lo traidora que se vuelve mi mente, para borrar escenas que de ser
recordadas, seguramente traerían algún tipo de daño psicológico irreparable. Claramente
por eso mi cerebro esconde la escena en la que mi boca se acercó a la boca de
alguna niña que pensaba, me estaba haciendo un favor a mí, y no viceversa. Lo
siento, no heredé la belleza de mi mamá. Además, siempre hay una edad en la que
todo niño y toda niña “se ponen feos”. En mi caso, siempre ha sido la edad
actual.
Gratos recuerdos de maestros que hayan
sembrado en mí la semilla del conocimiento: ninguno. Y no me mal interpreten.
No es que hayan sido carentes de conocimientos en su área. Simplemente jamás
sentí un aprecio especial por alguno de ellos. No fui el niño que
miraba al maestro y veía a un Eugenio Espejo. Más bien, yo veía al maestro y
veía un tipo que rogaba porque la clase terminara. Tipos que no llegaron a los
extremos “emepedesísticos” pero que tampoco fueron ningunos John Keating's intentando inspirar a sus poetas, en vida, muertos.
Con un corte de cabello heredado de la
infancia, nada de gusto por la moda, mucho interés en la vida y cero huevos
para hacer algo al respecto, fui creciendo “desde afuera” si es que se puede
decir algo así. Lo mío era llegar a ver looney tunes, dragon ball, power
rangers o pokemon. No comprendía el gusto de mis compañeros por S-Club 7,
Melrose Place o Beverly Hills 90210 (pronúnciese noventa doscientos diez). No
iba a las fiestas, puesto que eso implicaba sentarme en un sofá a observar como
el resto ponía en práctica el ritual del cortejo, tan ajeno a mi naturaleza,
ser ejecutado de excepcional manera. Realmente mis compañeros (algunos de los
cuales pueden dar fe de todo lo aquí expuesto) eran amos y señores de la conquista.
Elegían chicas como quien elige un sabor de helado. Como quien elige una
camiseta para el día. Como yo elegía el video juego (pirata) con el que me iba
a entretener ese fin de semana.
Para colmo era el más pequeño de mi clase, lo
que no podía ser mejor excusa para ser el pato del curso. El hecho de haber
peleado nunca en mi vida, tampoco me convertía en un pequeño Jackie Chan.
Máximo convencí a un par de compañeros de no joderme con una retórica que
terminaba por hacerlos molestar al siguiente en estatura, o de tardarse lo
suficiente en entender para haber tenido tiempo de salir de la posible escena
del crimen. Dije pato, no cojudo. (Aunque, ¿no son lo mismo?)
Nerd. Ñoño. Cerebrito. Sí, yo era ese. Bueno,
aún creo serlo. Al que le pedían el deber en las mañanas para copiarlo (cuando
entenderán los maestros que los alumnos tienen más velocidad para copiar que
una Xerox láser). El que se tenía que aguantar media hora más de prueba para
que el de atrás, los de los lados, y el de a frente pudieran terminar de
copiar. El que el día que le diagnosticaron miopía supo que esto no podía ir
peor. Y bueno, no puedo desmerecer que conocí gente muy valiosa en el colegio.
Amistades que conservo hasta hoy, pocas de las cuales se han vuelto parte
imprescindible de mi vida.
Para muchos, el colegio conserva sus mayores
éxitos y conquistas de la vida. Sus risas más agudas. Sus mejores momentos. Sus
más grandes travesuras. Sus recuerdos más gratos. Pero no para mí. Tal vez, y
solo tal vez en eso resida mi esperanza. En que lo mejor, o al menos lo "menos peor" está por venir (sí
claro).
*Inspirado en el texto “Sexo en el Colegio” de
Adolfo Zableh http://www.lacopadelburro.com/2012/02/sexo-en-el-colegio.html
Excelente mi brother!
ResponderEliminarBuen post. Muchos nos podemos relacionar con él sobre todo en el sobredimensionamiento de ciertas etapas.
ResponderEliminarMe identifico con la mayoría del texto; a eso súmale que la profesora más buena que me tocó era cuñada de mi tío, y morbosearla no era lo mismo.
ResponderEliminarAun viven en esa época, y eso es mas perturbante aun. Memoria selectiva, me recordaste cosas que ufff! estaban mas que enterradas, pero que da gusto saber que son solo recuerdos y ahi se quedaran.
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