martes, 23 de noviembre de 2010

De lo que sucede en Quito mientras desaparece...


Vamos por partes. Yo amo a Quito. O por lo menos algunas de las partes de Quito que conozco. Irónicamente parte del encanto de la capital del Ecuador es la adrenalina que le inyecta diariamente a los pechos en férvido grito de quienes aún podemos encontrar belleza y 1000 motivos para quedarnos en la ciudad, a la que muchos quieren abandonar.

Me gusta despertarme con ese sol frío, con una leve brisa que trae aromas del pichincha, (a quienes vivan de la occidental para arriba). Me gusta despertar con el cantar de los pájaros que aún viven en la capital (No del pájaro Febres cordero, la verdad no sé si cantará), con las gotas que aún cuelgan de las hojas de los árboles. Luego de eso la historia cambia, pues el cálido sol se convierte en un lámpara gigante y las personas en churros. El canto de las aves en pitos de carros, principalmente buses y taxis que juran que el silencio de la carita de dios es aburrido y decoran el ambiente con su presencia en forma de onda sonora, nube de smog y un letrero en la parte trasera: “Si me rebasas dile a tu ñaña que ya llego”.

Me gusta acostarme con las estrellas pintando el cielo, con el sonido de alguna chiva lejana (no de las del 24 de mayo), y con la imagen de la ciudad como un nacimiento navideño sin santos ni vírgenes (bueno, diré que la del panecillo y la del San Gabriel sí, para que no me pegue la primera porque es más grande que yo, y para que no me linchen los segundos). A lo mucho con pastores y muchas, pero muchas ovejas. También decoran mis noches las botellas que se rompen en las veredas, las camaretas que me resuenan en la ventana, los disparos de quienes quieren matar a dios y juran que está en el cielo, y los mensajes al celular a media noche justo cuando lograste cerrar los ojos de “Movistar le informa que su saldo es insuficiente para completar esta llamada”.

Me gusta caminar por las aceras del parque la carolina, ver a la gente corriendo, persiguiendo una meta. Veo a otros también corriendo persiguiendo un choro, aunque es menos inspirador.

Me gusta cuando el cielo no gambetea con el clima. Es decir cuando salgo seco de mi casa y llego seco a la misma (el licor no tiene nada que ver en este proceso). Cuando los del INAMI no se equivocan (que es lo mismo que esperar que al Aucas vuelva a la primera “A” o que el presidente no insulte en cadena sabatina).

Me gusta caminar por el centro. Es una experiencia siempre nueva. Descubrir rincones olvidados por el tiempo. Descubrir indigentes olvidados también por el tiempo y las personas, como si fueran activos fijos de las estrechas calles. Divisar los vendedores de ponche, en sus inconfundibles carritos con llave de agua y delantales blancos (delantales que también verá después, pero en la sala de espera del Vozandes por degustar semejante manjar).

Me gustan las calles adoquinadas, las paredes de piedra, los almacenes de antigüedades y las huecas que existen en el centro. Reconozco que al inicio no me daba la menor emoción ir a los dominios de Carondelet, donde a mediodía todo parece un caos ordenado, pero mi novia poco a poco me fue inculcando el gusto por así decirlo. Espero yo inculcarle algún día el gusto por el sushi, las aceitunas y el fútbol.

Me gusta ir al mercado. Corrijo. Me encanta ir al mercado. Trae recuerdos de la infancia, de correr en los pasillos sin sentido del mercado Santa Clara, entre piñas y naranjas, entre señoras gordas y vendedores de pescado. El propósito era solo perderse entre tanta fruta y cerdos colgados, lo cual a primera impresión puede sonar repugnante, pero con el tiempo se puede volver divertido, y hasta formar una carrera en torno a las compras del domingo. Me sigo preguntando si Doña María seguirá enseñando a desgranar choclos con la misma ternura con la que me enseño a mí. Esa mujer era una SEÑORA, muy diferente a muchas señoras que creen que por ser mujeres merecen tal título.

Me gustan los hot-dogs de la Gonzales Suarez y los ceviches de la Rumiñahui. Los primeros caen excelentemente bien después de una farra, los segundos acompañan a la perfección la mezcla de licor y hot-dogs de la Gonzales al día siguiente. Las tripas del aeropuerto son muy apropiadas para esas frías tardes que me sorprenden antes de la quincena. Y ni hablar de las papas con cuero de la Floresta, los motes de San Juan y los hornados del mercado Iñaquito. Pero eso sí, si va a alguno de estos lugares con una acompañante, asegúrese de que no sea en la primera, segunda o tercera cita, y que el historial gastronómico de ella no incluya “El Rincón de Francia” (magnífico restaurante, el cual firmemente recomiendo), no cargue un bolso Prada ni se esconda tras un perfume de channel. Y peor aún si hace muecas cuando le sugiera darle una probada a porky acostado en tortillas de papa.

Pero sobre todas las cosas que me gustan de mi ciudad, lo mejor son las personas. Los anónimos por conocer y también aquellos que dejaron huellas en mí. Los amigos que me prestaron dinero para libar y un hombro para llorar. Los maestros que más que conocimientos dejaron ejemplos a seguir, y los inspectores que más que implementar disciplina, reforzaron las convicciones de no ser uno más. Los amores pasados que me recibieron con una sonrisa y me dejaron mejor de lo que me recogieron. El amor presente que me mantiene cuerdo y demasiado enamorado, aunque eso no impide que siga desvariando y escribiendo huevadas. Los conocidos que borraron sus rostros y dejaron historias. Los hijos que aun no vienen (y espero que no lleguen hasta dentro de un largo tiempo) que espero que quieran y aprecien la ciudad de sus abuelos.

Una persona me dijo que como el cielo de Quito no hay otro. Supongo que tiene razón, pues esta noche de luna llena, alumbra la ciudad como un viejo farol. Ilumina los fantasmas de Don Evaristo y la Torera. Ilumina a los borrachos que perdieron la decencia, pero no sus coplas ni sus copas. Ilumina a los muchos Cantuñas que vendieron el alma al Diablo. Ilumina a un cura que se aventaja de cristo para joder la vida (la mayoría lo hacen) y también a un pseudo-escritor con insomnio. Cada estrella es uno de ellos, pero cuando me vaya no seré estrella. No. Prefiero convertirme en una banca de la plaza de la independencia, para escuchar las historias de los viejos, y poder en una próxima vida, contar las historias de este Quito que se olvida. De este Quito que se apaga. De este Quito que se muere…

4 comentarios:

  1. Quito siempre va a tener algo que contar. Más aun si escritores como tú le siguen de cerca. Es una ciudad que tiene siempre algo que mostrar, algo que brindar. Leyendo esto me has hecho tener más ganas de estar allá de las que ya tenía.Me encantó la forma en que capturas cada detalle de la ciudad y como fusionas "lo nuevo con lo viejo", seguro que si alguien que no conoce Quito lee esto, va a morir de ganas de ir (y,luego,de quedarse ja!).
    Espero ansiosamente las papitas de la maría, la tripa mishqui de la occidental (espérate a que pruebes! jaja) los encebollados del manabiche, los hot dogs de la gonzáles, los sánduches de pernil, las colaciones...etc. Espero ansiosamente caminar por las calles del centro y del no centro, espero ansiosamente ver de nuevo a Quito (porque resulté ser más quiteña que mona y las tierras montevideanas yamismo me verán partir jaja) pero más que cualquier cosa espero verte a ti, allá.
    pd. veamos qué tal te va con lo del sushi, las aceitunas y el fútbol jaja
    Sigue escribiendo siempre.
    lobyu!!!
    BV!

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  2. De este Quito que jamás se olvida!!

    Susana

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  3. Autores como tu son los que abren la puerta a la inexplorada literatura post-contemporánea... mágica y única por ser de carácter espontáneo. Exelente!

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  4. Lo he vuelto a leer a los tiempos y me encanta aún más, esta descriptiva ligera, desordenada y natural hace que el gusto y entusiasmo por mi ciudad crezca cada día más. Me encanta como escribes, sige haciéndolo. Besos

    SUNE

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